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Catalanes por la independencia

Más de 5,5 millones de catalanes tienen este domingo una cita en las urnas, en unas elecciones que sobre el papel buscan elegir a los 135 diputados del Parlament regional, pero que en la práctica son un pulso electoral entre independentistas y sus contradictores.

No se trata de un plebiscito sobre la propuesta de separarse de España, si bien este es el cariz que los separatistas buscan darles a los comicios locales. Ellos plantean que con solo lograr la mitad de las curules (que no de los votos) sería posible sacar adelante su proyecto de crear un nuevo Estado en 18 meses, sin que exista la garantía de que será reconocido por la comunidad internacional. 

Los frentes por la secesión y por la unidad no son monolíticos. En el independentismo –el bloque al que las encuestas le dan la victoria– hay voces que hasta reivindican salir del euro. En el unionismo, algunos quieren que todo se quede como está y otros promulgan una reforma de la Carta Magna, de 1978, hacia un Estado federal, como Alemania.
¿Qué ha pasado para que una parte importante de los catalanes quiera dejar España? El sistema creado tras la Transición –de la dictadura del general Franco a la democracia– nunca logró solucionar el encaje territorial. Esto, junto con la crisis económica y el desencanto frente al proyecto europeo, creó un caldo de cultivo en el que la independencia, una reivindicación centenaria, encuentra nuevos adeptos. 
Las demandas de Cataluña nunca han sido entendidas por el gobierno de Madrid. Y el intento por encontrar una salida política siempre ha chocado con un muro. Pero el problema es más extenso. “No se trata de reformar la Constitución para resolver el problema de Cataluña, porque el problema es de España. El deterioro de las instituciones amenaza con destruir el sistema democrático”, resumía esta semana en un artículo el exdirector de El País Juan Luis Cebrián.
Cataluña rica, Cataluña pobre
La complejidad territorial española incluye una administración central y 17 autonómicas, con diferentes niveles de autogobierno. Esto se ve reflejado en su organización económica. La riqueza de Cataluña (su PIB per cápita fue de 26.996 euros en el 2014) contrasta con la humildad de otras zonas, como Extremadura (15.752 euros). Además, Cataluña aporta la quinta parte del PIB español.
Para compensar la diferencia se creó un sistema de solidaridad. Cataluña es la segunda región que más aporta con sus impuestos a la caja común, pero es la décima a la hora de recibir.
País Vasco y Navarra disfrutan de un pacto fiscal –plasmado en la Constitución– que les permite recaudar sus propios impuestos. Cataluña pide lo mismo, pero se le niega. 
La medición del déficit fiscal es la principal arma arrojadiza entre independentistas y unionistas, que se amparan en métodos distintos para cuantificarlo. Cuando se tiene en cuenta el flujo monetario (la cifra apoyada por los independentistas), Cataluña recibe 15.000 millones de euros menos de lo que entrega cada año. Eso equivale al 7,7 por ciento del PIB catalán.
Si se usa el método de cargo-beneficio, preferido por los unionistas, el déficit baja a 11.000 millones de euros (5,7 por ciento del PIB). Y el Ministerio de Hacienda español tiene su propia cuenta: 7.439 millones de euros. La polémica está servida.
Los analistas ubican como el punto de quiebre entre la relación España-Cataluña el fallo del Tribunal Constitucional (TC) sobre el Estatuto de Autonomía, en el 2010. Esta ley, promulgada por el Parlament y refrendada en las urnas en el 2006, recogía las singularidades de Cataluña.
El Partido Popular la objetó ante el TC, después de recoger firmas en su contra por toda España. Tras cuatro años de deliberaciones, el alto tribunal declaró que 14 artículos no se ajustaban a la ley, lo que muchos catalanes vieron como una vulneración de su soberanía. Además, conceptuó que el punto más significativo, que reconocía a Cataluña como una nación en el preámbulo, carecía de “eficacia jurídica”. Y recortó competencias de justicia y financieras. El rechazo a la sentencia se evidenció en la manifestación que cientos de miles de personas hicieron en julio del 2010.
Soberanía compartida
A Cataluña se le transfirieron varias competencias desde el Gobierno central. Por ejemplo, hay una policía propia, un derecho civil autóctono y sistemas de sanidad y de educación singulares.
Sin embargo, esta soberanía compartida no ha sido fácil. El Ejecutivo de Madrid tiene la potestad de llevar ante el Tribunal Constitucional las normas emanadas del Parlament que considere que vulneran sus competencias y viceversa. El año pasado, Cataluña impugnó 11 leyes estatales y el Gobierno, cinco catalanas, además de presentar tres conflictos de competencias. 
El Ejecutivo catalán ha sido pionero en varias normativas, como una ley contra la homofobia y la ley de derecho a la vivienda que preveía la expropiación de inmuebles desocupados. Desde el Gobierno de Madrid se han cuestionado y demandado, por ejemplo, unos impuestos a los depósitos bancarios y a las centrales nucleares, con los que la Generalitat (el gobierno autonómico) buscaba generar ingresos.
El independentismo catalán también bebe de la desafección de los llamados indignados, un movimiento surgido en el 2011 y que llenó varias plazas en las principales ciudades españolas para protestar por los recortes sociales y la corrupción de la clase política.
La idea de crear un nuevo país, sin hipotecas, ha logrado ilusionar a cientos de miles de personas y canalizar gran parte de ese descontento. Una muestra de este éxito son las concentraciones multitudinarias que se tomaron Barcelona el 11 de septiembre –fecha en que se celebra la Diada o fiesta nacional de Cataluña– durante los últimos cuatro años.
Y la falta de una oferta clara del resto de España para permanecer unidos ha aumentado aún más la incomodidad. El resultado de esta noche será una vuelta más de tuerca de un proceso que hunde sus raíces en la formación misma del Estado español.
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