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El mensaje de ‘Billy Elliot’ contra la masculinidad tóxica sigue más vigente que nunca 20 años después

El mensaje de ‘Billy Elliot’ contra la masculinidad tóxica sigue más vigente que nunca 20 años después


Es una simple cuenta matemática, pero a muchos todavía nos cuesta creer que el año 2000 ocurriera hace ya dos décadas. En este apocalíptico 2020 celebramos muchas efemérides cinematográficas, pero una que me afecta especialmente es el 20º aniversario de Billy Elliot (Quiero bailar), éxito del cine británico convertido con el tiempo en un clásico moderno del cine, además de una sensación musical sobre los escenarios.

Estrenada internacionalmente en otoño de 2000 (a España llegaría un poco más tarde, en enero de 2001), Billy Elliot conmovió al mundo entero con la historia de superación y optimismo de Billy, un niño de 11 años cuyo amor por el baile le sirve como válvula de escape a sus problemas familiares durante un tiempo tumultuoso en la Inglaterra de mediados de los años 80. Con su mensaje en contra de los estereotipos de género y la homofobia y su canto a la libertad de ser uno mismo, Billy Elliot no solo sigue siendo vigente en 2020, sino además muy necesaria y oportuna en un presente en el que el odio y la intolerancia continúan causando estragos. 

Aunque hemos recorrido un largo camino y hemos conseguido superar muchos obstáculos en la lucha por la igualdad y en contra de los prejuicios, una buena parte de la sociedad sigue anclada en un pasado en el que los roles de género son inamovibles. Valores que diferencian entre “cosas de niños” y “cosas de niñas”, que nos dicen que determinados trabajos o aficiones son exclusivamente femeninos o masculinos, rechazando por sistema cualquier cosa que se salga de la norma preestablecida.

Esta es la idea en el centro de Billy Elliot, una fábula edificante que construye un mensaje esperanzador para personas de todas las edades, niños que se pueden ver reflejados en su protagonista y mayores que -sin quererlo o no- perpetúan esos roles y estereotipos que tanto daño pueden hacer en una persona considerada diferente. Pero la película de Stephen Daldry no es un cuento de hadas de Disney. Aunque no le faltan momentos de luz, ternura y diversión, es una historia dramática anclada en una realidad social, concretamente la de un pueblo pequeño de Inglaterra durante la huelga minera que tuvo lugar en Reino Unido entre 1984 y 1985.

Para quien necesite refrescar la memoria o no haya visto la película (algo a lo que debería poner remedio inmediatamente), Billy Elliot gira en torno a un enérgico e impulsivo niño que vive a trote entre su nueva pasión por el ballet y una familia de mineros rota por la huelga que sacudió el país durante el mandato de Margaret Thatcher. El pequeño Billy, interpretado por la revelación del momento Jamie Bell, asiste a práctica de boxeo obligado por su padre, pero en el mismo centro deportivo descubre las clases de ballet y con ellas su sueño a contracorriente de convertirse en bailarín profesional. Con la ayuda de la profesora de baile, Georgia (Julie Walters), el pequeño practica en secreto su técnica mientras su vida familiar se desmorona.

Billy Elliot fue, y sigue siendo, aquel niño o niña que se siente como un bicho raro porque lo que le gusta, lo que le apasiona, lo que le da vida, es contrario a lo que la sociedad le ha dicho que tiene que hacer. Pasiones que, en teoría, deben corresponderse con su género: jugar con coches y pistolas es de niños, con muñecas de niñas. El deporte es para ellos y el ballet para ellas. El azul es masculino y el rosa femenino. Y así una infinidad de roles preestablecidos que no hacen sino coartar el desarrollo y fomentar estereotipos contra natura sin verdadero fundamento. Billy representa la ruptura de lo establecido. Es un niño como cualquier otro que prefiere la danza al boxeo, que tiene un inmenso talento para el baile y quiere perseguir lo que se le da bien, no lo que la sociedad le ha dicho que le corresponde.
Cuando vi Billy Elliot por primera vez era un adolescente, mayor que Billy, pero aun inmaduro y condicionado por esas normas que me decían cómo actuar. De pequeño fingía que me gustaba el fútbol porque era lo que se suponía que tenían que hacer los niños, pero mientras mis compañeros de escuela jugaban al balón, yo escuchaba música, escribía y dibujaba. Mis pasiones no se alineaban con las de otros niños y eso solía arquear muchas cejas: “Es diferente, es especialito”, decían. La presión social puede influir mucho, pero no puede enterrar del todo a la persona que eres realmente. Y Billy Elliot me enseñó que yo también era válido y merecía la pena luchar por esa persona.



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